El libro indicado
Odiaba el nuevo barrio. Odiaba sus calles tan estrechas,
sus fachadas viejas, sus vecinas cotillas, sus tiendas anticuadas y sus
parques desolados. Odiaba que no hubiera ningún sitio al que ir ni nadie
con quien hacerlo. Odiaba a sus padres porque le habían separado de sus
amigos y odiaba no poder hacer nada por evitarlo.
En su antiguo barrio
tenía una pandilla y un lugar donde se reunían. Hacían algún dibujo en
alguna pared y ponían chicle en algunas cerraduras, pero no era para
tanto... Sólo se estaban divirtiendo.
Ahí, en ese sitio horrible al que
le habían obligado a mudarse, no conocía a nadie y la mayoría de los
vecinos eran gente mayor. ¿Cómo se suponía que iba a hacer nuevos
amigos?
Esa tarde su madre le pidió que saliera a comprar un par de
cosas a la tienda de la esquina. Había hecho un juramento consigo mismo
por el que no volvería a obedecer una sola de las órdenes que le dieran
sus progenitores, pero lo cierto era que llevaba tres días sin salir de
casa y se estaba aburriendo hasta de jugar a la consola. Acepto y cogió
la bolsa de la compra con un gruñido.
Las calles estaban desiertas, y
eran ya las seis de la tarde. ¿Dónde estaba todo el mundo? Fastidiado,
compró las cosas que le había pedido su madre y se resignó a ir de
vuelta a casa cuando vio a una chica mas o menos de su edad, caminando
por la acera contigua. Decidió seguirla y la vio entrar en un local
pequeño de aspecto descuidado. Se acercó un poco mas y vio que era una
librería. ¡Libros! ¡Menuda pérdida de tiempo! Si a esa chica le gustaba
leer, definitivamente no era de su estilo.
Se disponía a marcharse
cuando un señor salió de la pequeña tienda. Tenía el pelo gris, un
poblado bigote y gafas redondas sobre una nariz torcida, pero su sonrisa
era amable cuando le habló.
—Hola jovencito —dijo el viejo—¿Puedo
ayudarte?
—No, gracias.
—¿Estás seguro? Se me da bien ayudar a la
gente.
—No se ofenda —dijo el chico—, pero los libros no son lo mío.
—Eso es porque no has encontrado todavía el libro indicado.
¡Vaya
tontería! Ese viejo estaba chiflado. En ese momento la chica salió de la
librería con un tomo grande entre sus manos y una amplia y radiante
sonrisa.
—Gracias señor Escribano. Es usted un tesoro. Hasta otro día.
El
viejo se despidió de la chica y volvió a mirarle a él.
—Tal vez seas
lo bastante valiente para intentarlo.
—Bueno... Vale.
Aceptó, no porque
de verdad creyera en lo que ese hombre decía, sino porque el tedio de
sus últimos días era tal que cualquier cosa probaría para matar el
aburrimiento. Así al menos podría burlarse de ese viejo loco.
El
señor Escribano le guió entonces al interior de la librería. Era angosta y
oscura, llena de estanterías repletas de libros entre los que rebuscó
durante un buen rato hasta dar con uno en cuestión. Se lo entregó
entonces, satisfecho de su elección.
—La isla del tesoro.
—Una
historia de aventuras perfecta para un chico inquieto como tú —declaró
el viejo—. Seguro que te gusta.
—No cante victoria todavía.
Escéptico,
el chico regresó a casa con el pequeño libro en la bolsa. Llegó, y tras
dejar la compra en la cocina, sin saludar a su madre siquiera, se
encerró en su habitación y comenzó a leer.
No imaginaba lo
increíblemente potente que su imaginación podía ser. En su mente pudo
ver con claridad a Jim, el protagonista, que tenía su misma edad y
aspecto, embarcándose en la búsqueda de un tesoro pirata. Intrigas,
misterios, acción y peleas; marineros, corsarios y bucaneros; barcos e
islas... ¡Lo tenía todo!
Esa noche se acostó habiendo devorado hasta la
última palabra de aquel libro y soñó que se convertía en pirata y
navegaba por los siete mares en busca de tesoros. Al levantarse por la
mañana sentía un ánimo renovado, extraño en él... Creía que estar de mal
humor era lo normal en alguien de su edad. Se descubrió a sí mismo
sintiéndose menos furioso con sus padres, a quienes saludó en el
desayuno, para variar. Y tras engullir sus cereales, se dirigió sin
demora a la librería donde el señor Escribano le esperaba. ¡Maldito viejo!
Tenía razón, y en lugar de reírse de él, tuvo que admitir que La isla
del tesoro le había encantado.
—Lo ves, chico —dijo el librero, afable—. Solo tenías que encontrar el libro indicado. Pero te diré un secreto...
No hay un solo libro para cada persona, sino una infinidad de historias
que pueden hacerte volar, viajar, vivir...
—Quiero leer otro más
señor Escribano —pidió el joven, completamente entusiasmado.
Por primera vez
desde que su vida cambió, o desde antes incluso, no se sentía tan enfadado y solo. Ahora podía
leer...
—Por supuesto muchacho —asintió el viejo, invitandole a entrar
en su librería—. Veamos qué podemos encontrar esta vez.
Hola tricia, que buen relato. Me ha gustado mucho, capta la esencia de lo que se siente al leer un libro, me ha fascinado!! Donde están los retos del resto? :) ya quiero leer. Nos leemos.
ResponderEliminarBye!