Era noche cerrada y al otro lado
de la ventanilla no había nada más que oscuridad. Me esforcé por intentar ver
un poco más allá de los límites de ese pequeño rectángulo que me separaba de la
inmensidad de la noche en medio del océano Atlántico a doce mil metros de
altura para poder ver la luna. Esa era noche de luna llena. Esforzándome
pude divisar un pequeño fragmento del satélite. Redonda, enorme, con ese brillo
plateado causado por el reflejo de la luz solar… Era increíble lo cercana que
parecía la luna desde un avión.
En ese momento Rafael atravesó la cortina que nos separaba de la cola del avión donde estaba, apartado del resto del pasaje, nuestro reo. Su nombre era Martín Romero. Las órdenes eran sencillas, debíamos custodiarlo hasta Madrid, pero al parecer era un cabronazo con un piquito de oro, de los que la lían sin saber cómo, de modo que teníamos que andarnos con ojo. Sin embargo, mi compañero Rafael no estaba en las mejores condiciones para vigilar a Romero.
—¿Otra vez al aseo? —Pregunté.
—Los putos burritos, Beatriz —Me respondió con el semblante descompuesto, pálido y sudoroso—. Maldita comida mexicana.
—No se te puede sacar de casa…
Rafael suspiró exageradamente y se recostó en el asiento.
—Si salgo de esta no me vuelvo a ir de España.
Iba a responderle cuando, de pronto, una mujer madura vestida con traje chaqueta entró a través de la cortina que nos separaba a nosotros de la parte central del avión. Era Susana Rodríguez, la carísima abogada de Romero, que había insistido en supervisar todo el traslado, velando por la seguridad y la integridad de su cliente.
—¿Qué hacen aquí los dos? —Quiso saber—. Deberían estar atendiendo al preso, no pueden dejarlo solo, ¿y si le pasa algo?
—Señora, es mayorcito —replicó Rafael—. Además, está esposado y en un avión, no puede escapar.
—¿Y si necesita algo? —Contraatacó la letrada.
—Pues nos llama, que está a solo unos metros.
Rafael apenas había terminado su réplica cuando se puso todavía más pálido y salió corriendo hacia el diminuto aseo, justo al otro lado de la cortina.
Chasqueé la lengua ante la interrogante y exasperada mirada de la mujer y le hice un gesto.
—Puedes ir a ver qué tal está, pero solo cinco minutos —dije, y volví a mirar la luna a través de mi ventanilla sin darme cuenta de que alguien, en el aseo de enfrente al de Rafael, había escuchado toda la conversación con la abogada.
No imaginé que, habiendo descubierto la noticia de que abordo viajaba un preso, el ocupante del aseo iría rápido a contarle esta información a sus compañeros de viaje, todos ellos integrantes de un equipo deportivo juvenil de baloncesto que viajaban junto a algunas compañeras animadoras del equipo, el entrenador, una profesora y un sanitario. El pánico cundió pronto entre ellos, comenzaron a imaginar muchas y muy diversas razones para que el reo estuviera en el avión, conjeturaron sobre sus delitos. Cada nueva idea era más descabellada que la anterior. Sus susurros se transformaron en murmullos y estos pronto se hicieron audibles hasta llegar a escucharse por todo el avión. Me asomé entonces a la parte central justo a tiempo de ver a un hombre trajeado que, fuera de sus casillas, se levantaba de su asiento y se ponía a gritar.
—A ver si os calláis de una jodida vez, panda de niñatos, que parece que estoy en una jaula de grillos. ¡Joder! ¿Es que no había otro maldito vuelo en el que mandarme? Que tenga que estar aguantando a un grupo de críos, ¡No hay derecho!
La azafata reaccionó enseguida.
—Señor, por favor, cálmese —le dijo.
—¿Que me calme? ¿Sabe usted quién soy yo?
No pude oír con claridad quién era ese tipo histriónico y soberbio, pero la azafata supo manejarlo con gran maestría.
—Le puedo ofrecer un asiento en la parte delantera del avión, ahí estará más cómodo, si es tan amable de seguirme.
El hombre, aún refunfuñando, marchó detrás de la azafata como si compartir su espacio con unos chavales deportistas fuese el mayor ultraje de su vida.
Repasé con la mirada al resto del pasaje, aparte de los quince chavales con sus profesores y el hombre del traje, había solamente un viejo vestido de negro con un alzacuellos y dos monjas, una joven y la otra más entrada en años.
Entonces recordé que los gritos del idiota trajeado no habían sido lo que había llamado mi atención en un principio, sino los cuchicheos agitados de los chicos.
Me disponía a acercarme a ellos para preguntar el por qué de tanto revuelo cuando la abogada, Susana, apareció tras de mí, visiblemente nerviosa.
—¡Agente, por favor! —Llamó, angustiada—. Es Romero, le pasa algo.
Cuando pasé frente al aseo, Rafael acababa de salir. Le indiqué que buscase a un médico entre el pasaje y corrí a comprobar el estado del preso. Lo encontré con los ojos desorbitados y los labios azules, resollando por la falta de aire mientras se agarraba el pecho.
—¿Qué le ha pasado?
—No lo sé —respondió la abogada—. De pronto dijo que le costaba respirar y se puso así.
Noté a mi espalda la llegada de mi compañero que traía consigo a uno de los profesores que acompañaba a los deportistas y a la azafata. Brevemente Rafael me explicó que el hombre era médico deportivo, así que me hice a un lado y dejé que examinase al preso. Luego me dirigí a la azafata.
—Señorita, por favor, pida al capitán que cambie la ruta para aterrizar donde sea lo antes posible —le dije—. Este hombre necesita atención médica urgente.
La mujer asintió y, rápidamente, se dispuso a cumplir mis instrucciones, así que devolví mi atención al preso y a su estado de salud.
—Parece algún tipo de reacción alérgica —explicó el sanitario tras su breve exploración.
—Joder, ¿sabemos si es alérgico a algo?
—Eso qué importa ya —repliqué—. ¿Puedes hacer algo para ayudarle?
—Hay un chaval de los míos que tiene alergia severa, llevo inyecciones de adrenalina para ello, pero si me equivoco y este hombre no padece una reacción alérgica, podría matarlo.
—¡Mierda!
—Hazlo igualmente —tomé la decisión arriesgada. La única posible en realidad—. Ponle la inyección.
El médico lo meditó un instante, pero la piel de Romero se estaba poniendo violácea, de modo que, como yo, no vio otra salida. Sacó de su mochila un dispositivo y lo aplicó. Romero se agitó y gimoteó un rato más hasta que terminó desmayándose, pero pareció que el color volvía a su cara y comenzaba a respirar con más normalidad. Todos sentimos alivio al ver que estaba fuera de peligro, y entonces me di cuenta de algo. Fuese lo que fuese lo que había provocado esa alergia letal a Martín Romero, solo había una persona que había sido capaz de suministrárselo.
Me di la vuelta y busqué con la mirada a Susana Rodríguez, pero había desaparecido.
—La abogada —dije a Rafael. No hicieron falta más palabras para que entendiera a qué me refería, de modo que ambos sacamos nuestras armas reglamentarias y fuimos en busca de la sospechosa.
De pronto, justo cuando atravesamos la cortina y, mientras apuntábamos al pasaje, pidiendo que todo el mundo se quedase quieto donde pudiésemos verlos, la luces del avión se apagaron de repente. Todas, incluidas las de emergencia. Nos quedamos en una completa oscuridad y un coro de gritos y jadeos asustados llenaron el angosto espacio de la cabina.
—¿Qué coño pasa ahora? —Escuché la queja de Rafael a un par de metros de mí.
La luz volvió cuando apenas habían pasado unos treinta segundos. No parecía tiempo suficiente para nada, de hecho todo el mundo seguía en su asiento, mirando a su alrededor con diferentes expresiones de alarma, confusión y perplejidad.
—Susana Rodríguez —Llamé. No hubo respuesta.
Entonces un agudo y terrorífico grito captó nuestra atención a solo unos metros delante de nosotros, en uno de los asientos de ventanilla. Una de las chicas del equipo señalaba hacia el otro lado del avión con expresión de horror.
Ahí, tumbada sobre los asientos y desmadejada como una muñeca rota, estaba la abogada.
El revuelo fue inevitable.
—¿Está muerta? ¡La ha matado el asesino!
—¡¡Quiero salir!!
—Nos va a matar a todos…
Eran diferentes voces con diferentes tonos, todas angustiadas por la supuesta presencia de un asesino entre el pasaje. Pero sabíamos que Martín Romero no era un asesino, y que él no había sido el culpable de lo que sea que le hubiese pasado a Susana.
Oportunamente, el médico se acercó a mí mientras examinaba a la abogada en busca de señales de vida, sin éxito. La mujer tenía los ojos abiertos y la mirada perdida.
—Parece un ataque al corazón, no hay señales de nada violento —comentó el médico, aunque tras sus firmes palabras pude percibir un temblor angustiado. También tenía miedo.
—Disculpe, agente —Dijo entonces una voz a mi lado. Me volví para encontrarme con el cura, un hombre alto y delgado, de edad avanzada—. ¿Puedo serles de alguna ayuda?
—La verdad, padre, si pudiera calmar los ánimos del pasaje —le dije, refiriéndome al coro de voces y llantos que sonaba de fondo.
—¿Es cierto que hay un asesino en el avión?
Chasqueé la lengua, frustrada. Pedí a Rafael que continuase examinando el cadáver de la abogada junto al médico y acompañé al cura, dirigiéndome a todos los viajeros del avión.
—Escuchen todos, por favor —pedí con voz alta y clara—. El preso que trasladamos no es un asesino, sino un estafador. No sabemos qué ha ocurrido aquí, pero deben mantener la calma. Ahora, si alguien ha visto u oído algo extraño, díganmelo.
Esperé un instante, todos me miraban con miedo y desconfianza, pero nadie se adelantó para hablar conmigo. Decidí aceptar el ofrecimiento del cura.
—Padre, vaya a hablar con ellos y si descubre algo, me lo dice.
El hombre, también asustado, asintió.
Me tomé un instante entonces para analizar la situación y me di cuenta de que ni la azafata ni el hombre del traje que había gritado antes se encontraban en esa parte del avión. Cogí de nuevo el arma y, tras hacerle un gesto a Rafael, me deslicé tras la cortina hasta la parte delantera del avión. Ahí todo parecía en calma, no se veía a nadie… Y de pronto, la luz se apagó de nuevo y el avión se llenó de gritos.
—Mierda… —Mascullé y, dando tumbos en la oscuridad, volví a la zona central. Cuando llegué, la luz también regresó. Todo parecía igual a como lo había dejado, pero enseguida un nuevo aullido me alertó.
Corrí, tambaleante, hasta el origen del gemido y vi a las monjas sollozar sobre el cuerpo del anciano cura que, igual que la abogada, se encontraba tirado sobre los asientos con los ojos abiertos y sin pulso. ¿Qué demonios estaba pasando?
—Hermanas, ¿han visto algo? —Pregunté a las monjas. La más joven negó con la cabeza.
—No nos dio tiempo a hablar con él, parecía preocupado, venía hacia aquí con cara de circunstancias… —Respondió la más mayor con acento latino—. De repente se fue la luz y cuando ha vuelto lo hemos encontrado así.
—¡Ay, Dios mío! Padre Pérez… —Gimió la monja joven con gruesas lágrimas en los ojos.
En ese momento, una voz metálica sonó desde la megafonía del avión.
—Atención viajeros, les habla el capitán. Por razones médicas hemos decidido poner rumbo de vuelta al aeropuerto de origen. Llegaremos en menos de una hora —dijo—. Les ruego que ocupen sus asientos y se abrochen los cinturones mientras giramos.
Por supuesto, ni la azafata ni los pilotos parecían saber de los dos cadáveres que ahora acompañaban al pasaje, y lo más extraño de todo era que tampoco habían mencionado el tema de los apagones. El avión giró y miré mi reloj. Habían pasado poco más de diez minutos desde que había solicitado a la azafata el cambio de rumbo. ¡Tenía que hablar con el capitán!
Me levanté del asiento, dispuesta a ir a la cabina, cuando la cortina se abrió de golpe y el hombre furioso y trajeado me cerró el paso.
—¿Qué cojones pasa? ¿Qué dicen de razones médicas? Aquí no va a haber cambio de rumbo, ¿me oyen? —Bramó el tipo, iracundo—. ¡Tengo que llegar a Madrid hoy mismo! Quien sea que se esté muriendo, ¡que se muera!
Fue entonces cuando sus pequeños ojillos se toparon con el cuerpo inerte de la abogada, y después también con el del cura. Su expresión se congeló y enmudeció.
—Quite de en medio —Escupí mientras lo apartaba para dirigir mis pasos a la cabina.
No había llegado ni a la mitad del tramo cuando vi a la azafata salir por la portezuela que llevaba hasta los pilotos, pero antes de poder empezar a hablar, alguien me agarró de la manga de la camisa. Era de nuevo el hombre trajeado que, aunque menos ufano y con el rostro ceniciento por lo que había presenciado, continuó con sus exigencias.
—Oiga, agente, no podemos regresar —reclamó—. Si no estoy en Madrid en un par de horas, soy hombre muerto.
—No me hable de muertos —le recriminé. Pero el hombre no iba a ceder tan fácilmente.
No lo vi venir, de pronto sentí un tirón en mi cadera y supe que el inconsciente había cogido el arma de mi cinturón. Me apuntó con ella y, aunque no temí, a sabiendas de que el seguro estaba puesto, lo importante era descubrir hasta dónde estaba dispuesto a llegar ese loco para no cambiar el rumbo del vuelo.
Entonces, las luces volvieron a apagarse. A mi espalda la azafata ahogó un gemido y, treinta segundos más tarde, cuando la luz regresó, casi no me sorprendió encontrar al hombre que me había robado el arma, tirado en el suelo con los ojos abiertos mirando al infinito. Muerto.
Recogí mi arma mientras pensaba en todas esas muertes repentinas. Había visto con mis propios ojos cómo ese hombre se había desvanecido en unos segundos de oscuridad, como por arte de magia. No había visto ni oído nada, nadie había llegado para matarlo frente a mis narices y se había ido en solo medio minuto, de eso estaba segura.
Decidí volver a mi plan de ir a la cabina para hablar con el capitán.
—Acompáñeme —le dije a la azafata. Sin embargo, no había dado apenas dos pasos cuando unos alaridos brotaron de la zona central del avión.
Corrí hacia allá y lo que
encontré al echar a un lado la cortina me dejó sin aliento.
Las luces parpadeaban alternando momentos de claridad y negrura, y mientras, una figura oscura e informe se materializaba en mitad del pasillo ante la aterrada y atónita mirada de los presentes. Busqué a Rafael con la vista y, al mismo tiempo, extendí mi mano hacia mi arma, pero entonces sentí que alguien tiraba de mí con fuerza y me obligaba a entrar en uno de los pequeños compartimentos de aseo. Enfrenté entonces a quien me había arrastrado hasta ahí y me sorprendió descubrir a la monja mayor mirándome con fiereza y determinación. A su lado estaba la azafata, tremendamente asustada.
—Las balas no te servirán contra esa cosa, mija —reveló la monja—. Es un demonio más antiguo que las armas.
—¿Un demonio? —Casi tuve ganas de reír.
—Descubrí lo que el padre Pérez quería decirnos —explicó la monja—. Él vio el sello del demonio, este ser es el que ha matado a toda esta gente.
—Hermana, disculpe, pero no creo en demonios.
La mirada de la monja me hizo estremecer.
—No importa que no crea, él está aquí y es real.
Me sentí muy incómoda en aquel reducido espacio. Tenía que volver a ver con mis propios ojos a ese ser, así que accioné la cerradura del aseo y abrí la puerta solo unos centímetros, lo justo para ver a través de la rendija un espectáculo que parecía sacado de una pesadilla. El ser oscuro que parecía hecho de humo negro permanecía de pie en medio del pasillo. Todos los pasajeros parecían inmovilizados contra sus asientos por alguna extraña fuerza invisible. Algunos lloraban en silencio, otros, como Rafael, luchaban incansablemente contra ese agarre inmaterial, sin poder liberarse. Volví a cerrar y me dirigí a la monja.
—¿Cómo acabamos con él? —Quise saber.
—No podemos, no sabemos quién es la llave.
—¿La llave?
—La persona que tenga el sello, la que vio el padre Pérez, es la llave que hace de paso al demonio entre su mundo y el nuestro —explicó la mujer—. La única forma que hay de devolver a ese ser infernal a su mundo es deshacer la conexión, quitarle el sello a esa persona y guardarlo en un sitio en el que nadie pueda tocarlo.
—Está bien —dije, tratando de analizar con frialdad los datos de que disponía—. Yo distraeré a ese bicho, ustedes busquen a esa llave.
—¿Yo? —intervino la azafata, temblando como una hoja.
—Cuatro ojos ven más que dos, señorita —repliqué—. Yo intentaré llegar hasta la cabina, ustedes vayan a la parte de atrás y cierren el compartimento de cola. Ahí tiene un teléfono con el que puede hablar con la cabina, ¿cierto?
La azafata asintió, aterrada.
—Dígame el código de apertura de la puerta —Le pedí.
—Va con una tarjeta —contestó, y con las manos temblorosas sacó su tarjeta y me la dio.
—Cuando estemos cada una en una punta del avión, hablaremos —añadí.
—Ten, esto te ayudará —dijo entonces la monja, entregándome un rosario. No sabía muy bien qué se suponía que debía hacer con eso, pero lo tomé igualmente. Toda ayuda era poca frente a un ser diabólico capaz de matar a una persona de aquella forma tan brutal.
Me coloqué el objeto religioso entorno al cuello y salí del aseo, con las piernas temblando, pero el espíritu inquebrantable, como siempre.
—¡Eh, tú! —Grité al ser, plantada en medio del pasillo, al otro lado de la cortina abierta—. Libera este avión.
No hubo ningún sonido distinto, pero algo me decía que el ser se reía de mí cuando comenzó a avanzar lentamente en mi dirección. Eché a correr hacia la cabina del avión, no pude comprobar si la monja y la azafata cumplían su parte del plan, pues sentía que ese ser avanzaba cada vez más y más rápido tras de mí. Las luces de esa zona del avión comenzaron a parpadear y unas oportunas turbulencias sacudieron todo, haciéndome tropezar y caer al suelo del pasillo. Luché por levantarme, pero solo pude gatear. Quedaban apenas unos metros para llegar a la cabina, localicé el lector de tarjetas a un lado y conseguí ponerme de pie y lanzarme hasta él con la tarjeta en la mano. La escaneó, pero no contaba con los cuatro o cinco segundos que tarda un mecanismo de seguridad de ese tipo en abrirse.
Con la espalda contra la puerta sentí que ese ser me alcanzaba, que su gélido aliento me asfixiaba, que su tacto incorpóreo me recorría la piel y me daba escalofríos. El corazón me latía desbocado, sentía un gusto metálico en la boca y no me atrevía a abrir los ojos, pero por alguna razón, sabía que ese monstruo no podía hacerme daño real, y era gracias a ese rosario que pendía de mi cuello.
La puerta se abrió entonces con un chasquido y conseguí deslizarme y cerrarla a tiempo entre ese ser y yo. Aún con el miedo anclado en mi pecho, me volví hacia los pilotos y les mostré mi placa.
—Señores, es imperativo que aterricemos cuanto antes, no importa cómo, y no importa dónde —dije—. ¿El teléfono?
Los perplejos pilotos me señalaron el aparato a un lado, junto al asiento del sobrecargo. No me permití el lujo de sentarme, cogí el auricular y llamé mientras me asomaba por la mirilla de la puerta. Solo podía ver una neblina negra, pero eso estaba bien. El ser seguía ahí, esperándome, mientras mis cómplices buscaban a esa misteriosa llave.
Continué llamando durante unos minutos hasta que, finalmente, contestaron.
—Es la chica, la chica —gimoteó la azafata al otro lado de la línea—. Encontró el medallón en un mercadillo y lo cogió, pero no ha querido dárnoslo. La monja se ha quedado fuera, intenta convencerla, pero la chica está como ida, solo dice una y otra vez que quiere volver a casa.
Iba a responder cuando algo nuevo ocurrió. Un tremendo alarido desesperado que apenas parecía humano se extendió por todo el avión, incluso yo pude oírlo. Acto seguido las luces volvieron a apagarse, esta vez también las de la cabina, así como todos los instrumentos de navegación del aparato. Los pilotos entraron en pánico y, aunque supe que no podría ver nada, me asomé a la mirilla. Todo era negro, sin embargo algo me decía que el ser ya no estaba al otro lado de la puerta. Estaba casi segura de que había ido al origen de ese grito espeluznante.
Respiré hondo y me armé de valor para salir de nuevo a la oscuridad. Comprobé que tenía razón con mi corazonada y corrí de vuelta a la zona central. Cuando llegué, las luces parpadeaban de nuevo y contemplé cómo ese ser oscuro y nebuloso comenzaba a desvanecerse.
En el suelo había una chica que, aunque inconsciente, no parecía muerta, y junto a ella, la monja sujetaba un pequeño medallón dorado usando su toquilla, al tiempo que rezaba en latín.
—¡Necesito una maleta! —Me gritó, y yo me apresuré a proporcionársela.
Poco a poco el ser diabólico iba desapareciendo, subyugado por los cánticos de la monja y por haber perdido su conexión humana a este mundo, su llave. Cuando ya apenas quedaba rastro en el ambiente de ese humo oscuro y helado, las luces regresaron a su estado normal. Entonces, con un gesto, la monja lanzó el medallón al interior de la maleta y, tras cerrarla, sacó una pequeña botella de su bolsillo y arrojó agua sobre su superficie, agua que supuse bendita.
—¿Ya está? —Quise saber.
—La guerra contra las fuerzas del Diablo nunca acaban —contestó—. Pero hoy la batalla ha terminado.
Miré a mi alrededor. Había algunos pasajeros desmayados, como Rafael, otros permanecían encogidos en sus asientos, aterrorizados, y otros se abrazaban entre sí. Aquella sería sin duda la experiencia más traumática de sus vidas.
En ese momento la voz metálica del capitán volvió a sonar en la megafonía.
—Pasajeros, espero que estén todos bien. Estamos a punto de hacer un aterrizaje de emergencia, por favor siéntense y abrochen sus cinturones, puede ser algo accidentado.
Todos obedecieron. Yo me aseguré de colocar a mi compañero seguro en su asiento y me senté junto a la valiente monja.
—¿Se encuentra bien? —Quise saber.
—Esta maleta debe desaparecer en lo más hondo de las entrañas de la Tierra, agente.
Asentí.
—Buscaré un sitio seguro, hermana.
—¿Cree ahora en demonios? —Me preguntó entonces, con una sonrisa cansada.
No respondí.
Nada en mis quince años como detective me había preparado para lo que había visto esa noche en ese avión, y por mucho que intenté buscar explicación a los acontecimientos que había presenciado, nunca ninguna teoría llegó a convencerme. Ni siquiera la verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por leerme. Si te ha gustado la entrada ¡¡Comenta!!
* Tus datos personales serán visibles en los comentarios, podrás eliminarlos en cualquier momento. El blog no los usará ni los cederá para ningún fin comercial, ni propio ni ajeno.